"Las Veladas de Santa Eufrosina" es una obra de características únicas dentro de la extensa bibliografía de Julio Caro Baroja, no sólo por el hecho de tratarse de una colección de cuentos, sino por el contenido sentimental que tiene; una declaración de amor a una tierra que supuso mucho para él en los últimos años de su vida: Italia.
Julio Caro Baroja era un español en el que por sus venas corría sangre lombarda de la familia Nessi y ligur de los Raggio. Pero, a pesar de estos orígenes y del cariño y simpatía que sentía desde la distancia por este país, apenas lo había visitado. Aún no había descubierto Roma ni Nápoles, ciudades que tanto le interesarían después.
No será hasta febrero de 1980 cuando, invitado por el Colegio de España, visite Roma por vez primera. De este encuentro salieron dieciocho dibujos (los que ilustran este libro) y doce cuentos bautizados por el autor como "pastiches", de los cuales cinco ya han sido publicados, cuatro de ellos en la revista "Poesía" y un quinto en el suplemento dominical del diario "El País".
A este primer viaje le siguió un segundo, en el mes de abril de 1981, esta vez acompañado de su sobrina Carmen. Visitaron, entre otras ciudades, Florencia y Nápoles, ciudad esta última que despertó en él un especial interés.
El resultado de este segundo viaje fue el nacimiento de ocho nuevos pastiches, éstos de inspiración mucho más mediterránea que los doce primeros.
Las múltiples obligaciones que le entretenían y la eterna desconfianza que siempre tuvo en su salud, fueron la causa de que no regresara a Italia hasta el año 1988, iniciando entonces una relación mucho más intensa y estrecha que tuve la fortuna de compartir como acompañante. Los viajes fueron sucediéndose uno tras otro, en una especie de intento de ganar tiempo al tiempo, de recuperar el tiempo perdido, lamentándose siempre de no haber ido más a Italia, de haberla descubierto ya mayor, a la edad de sesenta y cinco años.
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La pasión que mi tío Julio ha sentido por Roma y Nápoles fue poco a poco en aumento. Estas dos ciudades llamaron su atención de manera muy distinta. Roma, por su grandiosidad, por sus rincones populares y, sobre todo, porque creyó ver en ella algo de un Madrid de hace ya muchos años, un modo de vida, unas costumbres y tradiciones que le recordaban a ese Madrid de su niñez. A Nápoles le encontró otro tipo de atractivo; en Nápoles buscaba a las personas, porque Nápoles, por encima del resto de las cosas, es su pueblo: los napolianos. Pero en 1987 el principal motivo que arrastró a mi tío Julio a conocer Nápoles fue la música. La pasión a la que se entregaba durante las largas horas de los atardeceres de Itzea: la canción napolitana, su preferida, sobre todo en los últimos años de su vida, canciones todas ellas que cantan a Nápoles, a su bahía, a sus islaas y que, sobre todo, hablan de sus gentes, gentes que, como sus autores, los di Giacomo, los hermanos De Curtis, Russo y otros menos conocidos utilizaron la musicalidad y el lirismo del dialecto napolitano para hablar de alegría y dolor, amor y desamor.
Cuando la gente le preguntaba por esta pasión, contestaba diciendo que a lo largo de su vida había conocido muchos países, había leído también más en inglés que en italiano, y que la música italiana era, en general, su predilecta, pero que por un destino misterioso y estúpido no había tenido oportunidad de ir a Italia, y acababa diciendo que admiraba todo lo de Italia, porque no hacía falta seleccionar ni fijarse sólo en las obras de arte, ni en las magnificencias acumuladas: lo pequeño, lo más asequible, cualquier callejuela trasteverina era igualmente sugestiva.
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"Las Veladas de Santa Eufrosina" es obra de un Julio Caro Baroja que, disfrazado de Giulio Griggione, pasea por las laberínticas callejuelas del Trastevere, que descansa sentado en un banco de Villa Borghese. Es un Julio Caro enamorado perdidamente de este país, al que llevaría en lo más profundo de su corazón hasta el final.
En una imaginaria plazuela de esa Roma de detrás del Tiber, van saliendo uno a uno estos cuentos bautizados por el propio autor como "pastiches". Escritos como pasatiempo, como divertimento evocador de esa Roma que tanto le cautivó, pero ésos son algo más que mera diversión. En "Las Veladas de Santa Eufrosina" aparece, por un lado, el Caro Baroja antropólogo, etnólogo, historiador; aparece el erudito, con sus temas y sus preocupaciones científicas. Así podemos encontrar una continua referencia a llamada "ciencia fisionómica" (su libro "La cara, espejo del alma" nació también por estas fechas). Existe un Julio Caro empeñado en luchar contra el tópico, un defensor de "lo italiano" frente a lo ajeno, comoe s el caso de negar la idea que atribuía todos los males del "mezzogiorno" a la presencia española. Es un Caro Baroja revisor de todo lo dicho y escrito sobre este país.
Por otra parte, tenemos un Giulio Griggione para hablarnos de arte, con su sardónico sentido del humor, con toda su sabiduría y sensibilidad artística, adentrándose en un mundo de imaginación y fantasía, el mismo que en sus cuadros y dibujos, donde conviven todo tipo de personajes, muchos de ellos carnavalescos y de la comedia del arte; polichinelas, arlequines, además de esos grotescos y burlones diabluelos de ese mundo imaginario y soñado de Julio Caro Baroja.
Qué lugar mejor que Roma populachera del Trastevere, con sus casas pintadas de ocre, con sus iglesias, dedicadas a los primeros mártires, o que esos acantilados Amalfitanos, para ambientar estos cuentos. Para descubrinos cada una de sus aficiones, para opinar sobre la historia del arte, para recordar historias escuchadas a sus tíos en la infancia, como la del cervantino Doctor Torralba, o para imaginarse a su antepasado el Doctor Nessi, o hablar del último libro comprado para la biblioteca de Itzea...
Los momentos más felices de sus últimos años los pasó en esta tierra, y a esta tierra están dedicadas "Las Veladas de Santa Eufrosina". A Julio Caro Baroja siempre se le ha relacionado con Vera de Bidasoa, con su casa Itzea, pero existía otro Julio Caro, o mejor dicho, Giulio Griggione, que sentado en un café sorrentino contemplando la bahía de Nápoles, con sus minúsculas barcas de pescadores, con Capri al frente y el Vesubio como centinela, se sentía feliz. Arrepintiéndose de haber llegado tan tarde, o quizás, buscando a Reginella, la chica pizpireta de la canción homónima de Gaetano Lama, una de sus preferidas.
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Es para esta editorial que fundara su padre, Rafael Caro Raggio, una gran satisfacción presentar estos escritos y dedicárselos cuando aún están húmedos nuestros ojos por su muerte. Sabiendo, además, que le llenaría de alegría verlos editados en la misma colección donde están las obras de sus dos tíos.
PIO CARO JAUREGUIALZO
(Itzea, noviembre de 1995)
La "piazza" de Santa Eufrosina es un lugar bastante recóndito de Roma, dominado por el Gianícolo. Los turistas de medio pelo no suelen visitarla. Sí algunos eruditos, sobre todo nórdicos, que conocen bien la topografía de la ciudad y que saben que en el claustro menor de la parroquial dedicada a la santa se alza un pequeño templete del Bernini.
La plaza es de tamaño también reducido, melancólica. Entrando por la calle más ancha que le da acceso, al fondo se ve el campanil de la iglesia, de ladrillo ocre. Delante del atrio hay un jardincito con su correspondiente pino romano, magnífico. De la plaza a este jardín dan acceso unas escaleritas barrocas con una fuente en el medio. En la plaza, a un lado, se ve otro templete neoclásico que depende de la iglesia y una casita rococó, de dos pisos, que durante varias generaciones perteneció a los condes de San Cherubino di Monterotondo. Hace unos ciento y pico años, hacia 1880, era de la señora con quien se extinguió el título. Ya avanzado este siglo la casa se dividió en apartamentos. Pasada la segunda guerra mundial, en el piso más alto, a la derecha, vivió cierto pintor florentino de tendencias modernas, Ruggiero Ranieri. Era cuarentón y tenía una amante mucho más joven, francesa, estudiante de Ciencias Políticas y muy avanzada de ideas. El apartamento de la izquierda era propiedad del Comm. Prof. Dr. Luigi Grimaldi, que había sido ingeniero importante en tiempos de Mussolini y que después quedó desplazado, en retiro. Este era un caballero viudo, muy delgado y enfermizo, muy correcto y hasta atildado. No se le conocía familia. La totalidad del primer piso la ocupaba la "signora Cordiferro", meridional corpulenta que tenía dos o tres huéspedes.
De ellos, el más permanente era cierto sacerdote alemán, erudito, dedicado de lleno a preparar una edición crítica de las actas de los mártires germánicos más antiguos: obra a largo plazo, buena para persona tan cachazuda y concienzuda como él. Algún colega decía en borma -sin embargo- que lo del "Martyrologium germanicum" era pura invención, que la Iglesia católica no había tenido mártires antiguos de aquella estirpe y el Pater Gryphius se ofendía y rebatía aquella idea irreverente y ofensiva, según él, para su raza. El Pater Gryphius escribía, además, la historia de la parroquia y había recogido millares de noticias sobre la plaza y el barrio.
Algunas tardes, en la habitación, alquilada con muebles y enseres poco modernistas en verdad, que hacía las veces de estudio del pintor Ranieri, celebraban los vecinos largas reuniones. Aunque eran de ideologia distinta, se llevaban bien. El pintor y su amante comunistas, el sacerdote vaticanistas, el ingeniero escéptico o desengañado y la señora Cordiferro, pragmática y bastante supersticiosa.
Comenzaba casi siempre el pintor haciendo comentarios sardónicos a lo que iba aconteciendo. Su amante ponía glosas sociológicas y científicas a lo que él decía. El comendador sonreía, triste y benévolo, o hacía alguna indicación complementaria, justa, precisa.
El Pater Gryphius vivía en otro mundo. Había llegado a escribir la historia de cada una de las casas de la plaza a lo largo de los siglos y podía precisar en qué fecha se construyeron, quién los mandó hacer, cómo vivieron los primeros propietarios o residentes y los que les sucedieron en generaciones sucesivas. No todos habían sido gente oscura, como se demostraba con el caso de los condes de San Cherubino. Pero de lo que le gustaba hablar más, en su condición de hagiógrafo, era de las leyendas que aún corrían por el barrio en torno a algunos personajes que, en tiempos diferentes, habían estado vinculados a la parroquia de Santa Eufrosina. Estas leyendas las había escrito en italiano y en alemán. A veces leía alguna en las tertulias vespertinas, con fuerte acento germánico. El comendador sonreía con más benevolencia irónica que nunca. A Ranieri, que tenía una cara afilada de condotiero, aureolad por gran melena rizosa, negra con mechones blancos, se le ponía una expresión más sardónica.
La que escuchaba aquellos relatos con cierto sobresalto era la "signora Cordiferro", porque creía firmemente en la veracidad de su contenido, pese al sentido práctico que le caracterizaba en la vida cotidiana.
El Pater Gryphius, como escritor, era grave y un poco pesado. Resultaba, así, que a veces sus relatos tenían un aspecto cómico o un aspecto terrorífico que él no captaba. El contraste entre "la Lourdeur germanique" -como decía Brigitte, la amante de Ranieri- y el sentido de las narraciones quedaba muy de relieve y daba algún motivo de regocijo.
Durante un invierno bastante duro de la postguerra, Ranieri llevó a su apartamento, invitado, a un amigo suyo, joven lombardo, poeta y escritor satírico, que se llamaba Giulio Griggione. Este asistió a las tertulias domingueras y escuchaba al Pater Gryphius con más atención que a los demás. Griggione era parecido físicamente a Ranieri, sólo que en rubio. Tenía la nariz más afilada, la expresión más sardónica y la melena más alborotada.
En un momento, se le ocurrió escribir los relatos que oía al sabio clérigo "tedesco", de modo más rápido, en tono poco serio. Los reunió en un cuadernillo que dejó sin título. Con él dejó también unas ilustraciones en color. No eran, desde luego, obra de pintor o dibujante profesional (ni siqueira abstracto), dada su torpeza. Cierta nota a lápiz que puso detrás de una de ellas, daba a entender que el joven Griggione pensó en llamar al conjunto de sus relatos "pastiches romanos o italianos", porque, en efecto, nota semejante dice, "pasticcio IV" y el dibujo ilustra al cuarto relato del cuadernillo.
Giulio Griggione se marchó un buen día a tierras lejanas, dejando el cuadernillo y los dibujos al pintor y éste los hizo llegar al que ahora los publica. El primer relato sobre el "Spagnoletto" de Santa Eufrosina se basa en una tradición popular en el barrio, que el Pater Gryphius recogió en 116 variantes: una primera publicaa ya en 1863. El segundo está inspirado en el corto diario de una señora inglesa que lo debió escribir durante su estancia en Roma hacia 1880 y que el Pater compró a un chamarilero del Trastevere, al que visitaba con frecuencia en sus rebuscas. El tercero debió salir de la consulta de algunos papeles familiares de la condesa de San Cherubino di Monterotondo, y el cuarto se basa en documentos del Archivo de Estado del Vaticano, de mediados del siglo XVI, que Gryphius conocía muy bien. Otros relatos tienen origen más oscuro.
Acaso el lector presunto podrá preguntarse qué designio tuvo Giulio Griggione al escribir lo que se publica ahora. Es probable que se trate de un puro pasatiempo sin mayor objeto; pero hay que advertir que él mismo, hombre de tendencia anarquista y al mismo tiempo muy italiano de sentimientos, poco antes había publicado en Milán un libro que se titula "Ciò che gli stranieri non osservano in Italia", en que sostiene que los extranjeros son, y han sido siempre, incapaces de reflejar la realidad italiana. Esta incapacidad, según él, se hallaría ya en el presidente de Brosses, en Goethe y hasta en Stendhal, y llegaría a los modernos italianistas o italianófilos. Es posible, pues, que rapsodiando los relatos del Pater Gryphius, quisiera remachar su propia tesis y burlarse de la literatura extranjera sobre Italia.
Julio Caro Baroja.