Una vida en tres actos.
Acto II
La invitación terminó en 1936, cuando yo tenía veintidós años. Pero de 1931 a aquella fecha transcurrieron casi cinco años cargados de dramatismo y de gran contenido vital para mí. De la adolescencia pasé a la juventud, del bachillerato a la carrera, de la confianza plena a la crítica y a la reserva. Mi familia, por otra parte, se aisló. Hablaré breve de todos estos cambios y tránsitos.
El de la adolescencia a la juventud no es agradable si no se tiene mucha salud y cierta prestancia física. Yo no tenía nada de esto y sí cierta tendencia a la vida solitaria, a huir de la realidad y buscar paraísos artificiales, en la lectura sobre todo. Busqué un mundo irreal, en vista de que el real me ofrecía poco. Porque también el cambio del Instituto a la Universidad, al comienzo. se me hizo duro. El Instituto me parecía mejor: en la Universidad encontré no poca cochambre clásica. Profesores a los que se aplaudía, alumnos que alborotaban, masas de gente desconocida, promiscuidad. Cuando de la calle Ancha pasamos a la Ciudad Universitaria parecía que íbamos a desinfectamos y en efecto, alguna desinfección hubo. Pero no tranquilidad de espíritu.
Se había proclamado la República y esta había sido acogida con gran entusiasmo por todas las personas que trataba mi familia. Es más: mi propio tío Ricardo perdió un ojo en cierto accidente estúpido que le sobrevino en una campaña electoral a favor de la República. La fe compartida por los de casa, tenía un solo disidente: mi tío Pío. ¿Por qué? Porque los hombres representativos del nuevo régimen no le inspiraban confianza como hombres de acción... algunos tampoco como hombres de pensamiento. Creía que, en general, eran débiles para llevar a cabo la empresa que tenían delante. Conocía desde comienzos del siglo a algunos, como Lerroux o Albornoz. No tenía la menor simpatía por Azaña, en lo que éste le correspondía. Pensaba que a Ortega le iban a anular y de los jefes socialistas creía que unos no tendrían influencia, como Besteiro y Fernando de los Ríos y que otros se verían dominados por doctrinarios, estilo Araquistáin, o por las exigencias imprevisibles de la masa. Creía también en la gran fuerza oculta de la derecha. Esta falta de fe irritó y se consideró casi como un paso al enemigo...
La situación de los míos se hizo aún más incómoda, porque también Ricardo, amargado y entristecido por la pérdida del ojo, no se consideró apoyado por sus amigos, rompió con ellos y adoptó una posición hostil. Coincidió esto con mi paso por la Universidad, no del todo brillante, a causa de una salud precaria. Pero, en fin, dejando aparte lo que no me atraía, poco a poco me hice mi sitio y esto fue debido a que encontré cuatro o cinco profesores francamente excepcionales. García de Diego y Millares en las clases áridas de latín, Obermaier en Prehistoria, Trimborn en Etnología. Lo que en Madrid no encontraba lo hallaba, por otra parte, en tierra vasca, poniéndome bajo la tutela de don Telesforo de Aranzadi y de Barandiarán que me trataron como aun hijo.
En la Universidad no estaba en el grupo de los que los desvalidos llamaba, con ironía, ' 'Ios hijos de papá" y no me beneficié de ninguna de las ventajas, reales o supuestas que tuvieron aquellos. No participé en el crucero por el Mediterráneo, ni en otros ritos culturales y veía que entre los jóvenes oscuros había bastantes que no simpatizaban con la República. Continué teniendo más amistad con los compañeros del Instituto y donde adquirí algunos nuevos conocimientos de gente ilustre o curiosa fue en el Ateneo, a donde iba a estudiar o a huronear por las tertulias.
Acompañé así; alguna vez a Unamuno en sus paseos y conversé con hombres viejísimos que me producían interés. Dentro del círculo familiar, en 1935, tropecé por vez primera con algo que luego me ha obsesionado. Con la Muerte: en este caso la de mi abuela. que murió en Vera a los ochenta y seis años, muy serenamente, pero pensando que como la República había venido tendrían que aparecer en escena de modo indefectible los carlistas. Esta idea que en 1934 parecía producto de una obsesión senil, en 1936 se convirtió en realidad. La Muerte ha sido luego para mí la Muerte de los demás. En la mía no pienso tanto y a veces juzgo que no será cosa de demasiada importancia. No diré que la considere un Bien, pero, en casos, pienso en ella como en algo que .podría liberarme de ciertas molestias individuales y colectivas.
Yo no conservo de la República la imagen idealizada que tienen de ella los que por ella combatieron o los que ahora hablan de ella, como hombres de izquierda, sin haberla conocido. De lo que vino después, sí, tengo una imagen negra, negrísima, en lo que se refiere a los años 36-40. Acepto que en parte es subjetiva, porque veo que también hay quienes hablan de aquella época con lirismo. Pero para mí y los míos fue la época de la "débacle".
Separación con respecto a mi padre, que vio y padeció en Madrid la destrucción de la casa familiar y el taller de la calle de Mendizábal y que salió de la prueba hecho una ruina. Separación larga de mi tío Pío, tras el intento de fusilamiento en la carretera de Irún-Pamplona, del que salió librado por casualidad. Tras el peligro volvió a casa, gracias al duque de la Torre y de casa le acompañé a la frontera una tarde memorable. Volví al punto a unirme con el resto de la familia (en contra de lo que alguien ha dicho) para vivir en la tiniebla día tras día, mes tras mes, año tras año hasta 1939. y cuando la tiniebla se iluminaba era a causa de un rayo mortífero. Muerte en Madrid de mi amigo más querido Juanito Bamés, destrucción del barrio de Argüelles. Sobre esto penuria económica total, sobrellevada con estoicismo admirable por mi madre y con mucha serenidad por mi tío Ricardo. Yo seguía en un estado de caquexía que me liberó del servicio y me encerré en la biblioteca de Vera, leyendo como nunca he vuelto a leer. Aún tengo fichas de lecturas no aprovechadas de aquella época en que viví como el topo en su madriguera. Veía, sí, con claridad, que la guerra estaba decidida y que lo que venía no podía ser, por fuerza, muy favorable para mi porvenir, aunque creo que no me hubiera costado mucho "integrarme" de algún modo en el nuevo régimen, porque conocía, por familia o por la Universidad, a personas que algo me habían ayudado y que luego, en 1940, se mostraron benévolas conmigo. Pero las andanadas carlistas y clericales contra mi tío eran continuas y aún mucho después cuando en algún documento oficial un plumífero o covachuelista madrileño veía escrito, Julio Caro Baroja me decía
con sonrisa acerba: -¿Con que Baroja, eh?
-Sí señor"gracias a Dios ya su Divina Providencia --conteste alguna vez.
La "danza macabra" terminó, el "vals triste" empezó y sin darme cuenta casi me encontré con que tenía veintiséis años y que la carrera sólo estaba mediada. La vuelta a Madrid fue miserable. Vivimos como tantos otros náufragos en la isla desierta de los restos del barco roto. El Madrid del 40 era espantoso en general. Para nosotros la prueba de la ruina de la gente del grupo al que pertenecíamos y la prueba más evidente aún de nuestra propia ruina. Coincidió la vuelta con el comienzo de otra gran tragedia que como consecuencia primera, trajo mayor escasez de alimentos. Tiempos del boniato, los higos secos y las almendras tostadas del pan de maíz y de otras amenidades.
Y la gran tragedia también le cogió a uno a contrapelo: porque, aunque siempre he admirado mucho Alemania, estaba en el grupo de los que no deseaban la victoria de Hitler,que era lo que querían las gentes del Régimen.
Yo -repito- he admirado, admiro y admiraré a Alemania y a Italia como el que más, y según he dicho, siento que el .'italianismo" es algo esencial en mí. Pero no podía desear que triunfara Hitler, que arrastraba al pobre Mussolini, ni que España se convirtiera en un satélite del Eje. Fui anglófilo político, como los pocos liberales que sobrevivían entonces. Al volver mi tío Pío de París a consecuencia de la derrota de Francia, vino a vivir con nosotros en Madrid y pronto se encontró a Walter Starkie, agregado cultural y director del Instituto Británico. Se conocían de antiguo y Starkie le invitó a las tertulias escasas de gente y melancólicas de tono de la calle de Méndez Núñez. Allí empecé a ir yo con mi tío y el primer empleo que tuve, después de haber terminado muy bri-
llantemente la carrera y haber hecho el doctorado, fue el que me dio Starkie, para que le sirviera defue el Que me dio Starkie, para Que le sirviera de secretario-corrector y revisor de traducciones al español y otros menesteres similares.
Esto fue utilizado por un condiscípulo piadoso que "triunfaba" para decir que yo era un agente del "Inteligence Service". Pero, en fin, también había personas del Régimen con intenciones menos aviesas, y así de 1942 en adelante, pude trabajar de modo modesto y oscuro en el Museo Antropológico, en el Consejo de Investigaciones y, por último, en el Museo del Pueblo Español. En 1943 publiqué mi primer libro y muchos creían que pronto haría oposiciones. Pero la vida íntima, familiar, era dura y triste. Mi padre murió agotado. Mi madre se hizo cargo de todo y mi tío Pío empezó a escribir con protesta de algunas almas siempre piadosas como mi condiscípulo. En la casa de Ruiz de Alarcón tenía una tertulia de amigos fieles y de vez en cuando iban a verle escritores, periodistas, gente de fuera, emigrados del Centro de Europa. Para unos, la tertulia era un refugio, para otros una curiosidad de Madrid o un recuerdo del pasado. Yo no era de los más asiduos, porque me producía tristeza y también porque el trabajo me absorbía. Tenía otra tertulia propia en el Café de Varela, luego en el de Platerías, adonde iba gente mucho más vieja que yo, a primera hora de la tarde. Después trabajaba en el Museo Antropológico o en Medinaceli, 4, y alternaba el estudio de la Antropología con el de la Historia Antigua. Hablaba con Vallejo, Tovar, Pariente, Alvaro D'Ors, Fernández Galiano y otros en el Consejo. En el Museo, con arqueólogos y prehistoriadores.
Un día, por decisión de don José Ferrandis y benevolencia del marqués de Lozoya me encontré de director del "Museo deí.Pueblo Español", cargo dado a "dedo'. a "dedo'. y que me venía como el anillo al dedo y en el que trabajé firme. No puedo, pues, decir que a mí, personalmente, me haya perseguido nadie del Régimen franquista en una época que considero fue la más dura de todas. Sí creo que puedo afirmar, en cambio, que si a la larga no me incorporé a la Administración del Estado en una forma normal, fue porque veía que en un cargo público destacado, una cátedra, por ejemplo, más pronto o más tarde chocaría con alguien y tendría que marcharme. ¿Para qué entrar? En el Museo estuve cosa de 11 años y al final dimití. Soy un hombre con extraña tendencia a la dimisión. También a escabullirme o evitar trincas académicas, congresos y cosas por el estilo. Como director del Museo, establecí contacto, sin embargo, con folkloristas y profesores catalanes, de Barcelona, con otros de distintas partes de España y, al fin, después de la guerra mundial, con los primeros antropólogos extranjeros que vinieron a estas tierras. Unos fracasaron, como Oscar Lewis. Otros trabajaban con más prudencia y provecho, como J .M. Foster, al que desde entonces me unen vínculos de amistad y agradecimiento. Pero estos años, en que seguí publicando bastantes estudios técnicos, fueron para mí más importantes y decisivos por otras razones que por las profesionales. Ya talludito, con los 30 muy pasados, tuve un noviazgo serio después de las discretas calabazas que me dio una chica inglesa muy salada. El noviazgo fue largo, complicado, no satisfactorio, en fin, para ninguna de las partes. La ruptura vino poco después de la muerte de mi madre, en 1950, tras dos años de angustiosa enfermedad.
Liquidación terrible por un lado, liberación por otro. Mi papel de hijo terminaba y mi posibilidad de creador de familia también. Me encontraba con un hermano mucho menor que yo y dos tíos septuagenarios. Un grupo familiar raro en verdad. Pensé en no más que a mis trabajos personales y a este grupo. Pero tras la muerte de mi madre tuve un pedo de viajes y ocupaciones imprevistas.
Dejando a un lado unos cuantos congresos, a los que asistí (en Bélgica, en Suecia, en Francia) y de los que volví sin muchas ganas de repetir la experiencia (que me pareció aburrida más que otra cosa) gracias a la amistad de Foster, recorrí gran parte de España, sobre todo el Sur, con él, tomando multitud de notas y apuntes. Después, también con él, pasé una temporada en Estados Unidos, trabajando en la Smithsonian Institution y asistiendo en Chicago a otro congreso monstruo de Antropología. Una experiencia inmensa y que me vino muy bien en mi depresión.
Gracias a Foster también, durante el otoño de 1949 conocí en Grazalema a Julián Pitt Rivers, con el que hasta hoy me une amistad fraternal. Puedo decir que el efecto de la muerte de mi madre lo paliaron estas dos amistades generosas. Porque después de mi experiencia americana, vino mi experiencia inglesa, en Oxford, en Londres y en el sur de Inglaterra. Durante ella, Julián fue mi guía y por él entré en Oxford con pie firme; por él, también, viví dentro de unos ambientes aristocráticos como de novela inglesa clásica. Cosa que no le es dado a cualquier estudiantón humilde. Conservo recuerdos más vivos de Londres o del Dorset que del ámbito académico de Oxford, aunque allí conocí a hombres importantes y reanudé la vieja amistad con don Alberto Jiménez Fraud, su mujer y sus hijos. Todo esto, hoy, casi 30 años después me parece un sueño. La vida de casa me hacía sentir más la realidad fuerte. Seguía dura. En 1953 murió mi tío Ricardo en Vera. Murió con enorme serenidad, aunque se hizo lo posible para no dejarle tranquilo en su agonía. Mientras tanto, Pío comenzaba a entrar en un período de postración total, roído por la arteriosclerosis. Aún tuve, sin embargo, una nueva experiencia rara e imprevista que me distrajo. El director general de Marruecos y Colonias, el coronel Díaz de Villegas, quería contar con un informe etnográfico sobre el Sahara español y alguien le debió indicar que yo podría hacerlo. Supongo que fue don Tomás García Figueras, que me tenía cierto afecto y que me llevó también a Marruecos. El apellido ya no pesaba como hacía diez años, y lo que en alguna ficha informativa debía constar es que yo no tenía una ideología política muy fuerte, y que tampoco andaba muy sobrado de convicciones religiosas. Esta ficha debió ir conmigo al Sahara cuando llegué allí en compañía de Miguel Molina Campuzano, otro amigo excelente que me ha deparado la fortuna y que es, en cambio, hombre muy religioso. El tiempo que estuvimos en el Sahara fue maravilloso para mí, que tuve que improvisar una serie de conocimientos. Conservo de los nómadas, hoy triturados por una serie de caprichos y arbitrariedades diplomáticas monstruosas, un recuerdo poético y tan fantasmagórico como el que tengo del campo del sur de Inglaterra, del "manor" de los Pitt Rivers. Después, en Madrid, trabajé fuerte sobre temas islámicos, que me condujeron a interesarme por los moriscos y, en fin, vino una temporada de reclusión y soledad, a causa del empeoramiento en la salud de mi tío Pío. En casa escribía, en casa preparaba nuevos trabajos y la única diversión que tenía era un viejo gramófono a manivela. Algo progresé con respecto a los días de la radio de galena.
Los médicos amigos y los contertulios me ayudaban. Val y Vera y Arteta, como médicos, Casas, Gil Delgado, Rico Godoy, como amigos íntimos de la familia. En estos años que van del 49 al 55 tuve también otra apertura de horizonte. Don José Ortega y Gasset me distinguió con su amistad, participé en las tareas del Instituto de Humanidades y al final, de 1955 a su muerte, estuve siempre cerca de él y durante los veranos, allá en la carretera de Irún a Pamplona, frente a Biriatou, dábamos grandes paseos durante los que me confió muchos pensamientos y proyectos. La muerte se lo llevó un año antes que a mi tío ante ella me dio otro ejemplo de serenidad admirable. iPero que vacío luego!
La liquidación de octubre de 1956 me cogió prevenido y aunque agotado físicamente, actué del modo más énergico que pude para que mi tío Pío muriera tranquilo. Hubo que sacrificar algo a ciertas .publicidades inoportunas, como la que provocó la visita de Hemingway, y tragar todavía algún ataque póstumo en cierta prensa. Pero esto fue poca cosa para mí. A los 42 años tuve la sensación de que otra gran etapa de la vida había terminado. Una etapa fuerte, intensa, con grandes dolores y grandes amistades, en que mi imagen del mundo se perfiló más.
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