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Domingo, 24 de noviembre de 2024
Julio Caro Baroja
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JULIO CARO BAROJA, EL LABERINTO DEL COMPROMISO PÚBLICO
Kepa Aulestia Urrutia


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En toda aproximación al pensamiento ajeno hay un acto de apropiación indebida. A todos nos tienta conducir las aguas del prójimo a nuestro propio molino. Leer a Julio Caro Baroja -sobre todo haberlo leído hace veinte o treinta años- e interpretar su pensamiento entraña un inmediato riesgo de usurpación. Las lecturas nos sirven para contrastar y desarrollar nuestras propias convicciones o para corregirlas levemente. De ahí que la usurpación del pensamiento ajeno se vuelva siempre selectiva: nos fijamos en los destellos que ofrecen los demás y con los que más nos identificamos. Cuando en el silencio de una lectura descubres que eso que creías haber intuido había sido expuesto con anterioridad por alguien infinitamente más docto que tú sientes una extraña mezcla de satisfacción y de frustración. Por mi parte, en este recuerdo de Julio Caro Baroja sólo espero no traicionar la verdad de su memoria.

Si nos atenemos al compromiso público que asumió Julio Caro Baroja en su obra escrita, en las conferencias que dictó o en las entrevistas que concedió a los medios de comunicación, destacaría cuatro características que me parecen ejemplares. En primer lugar, nunca quiso quedar bien, huyó de los lugares comunes y fue capaz de dar cuenta de lo que veían sus ojos críticos en un tiempo en el que lo convencional no coincidía precisamente con lo que él expresaba. En segundo lugar, supo distinguir casi intuitivamente el ámbito de la moral del ámbito de la política, alineándose con el pensamiento liberal pero, sobre todo, con la modernidad que renuncia a una defensa ideológica de la cosa pública. En tercer lugar, tuvo la habilidad de convertir la descripción o -si se quiere- la descripción analítica en un género no sólo pleno de sugerencias sino extraordinariamente preciso para llegar al porqué de las cosas renunciando, desde su papel de erudito y pensador, a ofrecer pautas programáticas o recomendaciones expresas a los responsables de la cosa pública. Por último -aunque no lo menos importante- nunca dio muestras de que para él la ilusión o el optimismo constituyeran un deber moral que, además, proveyera de especial autoridad a quien los poseía o fingiera poseerlos.



EL PENSAMIENTO LIBRE





Lo dejó escrito en un texto titulado "El espacio "natural" de lo autonómico":

"Lo más asustante hoy es la repetición de las que podríamos llamar "situaciones tópicas". Ya hace mucho que un crítico francés pretendió reducir a número pequeño, la cantidad de situaciones que se daban en el teatro que él alcanzó a conocer. Es un poco inquietante pensar, en general, que las situaciones en el teatro político pueden ser también menos numerosas de lo que se cree: pero aún peor que esto es ver la fuerza de lugares comunes de endeble consistencia que se dan como fruto del pensamiento político".

Se refería sin duda a esas verdades establecidas sobre las que se erige la acción política, y que podríamos clasificar en dos grupos: por un lado, las que convierten un desideratum político en una aseveración poco menos que científica y, por el otro, las que -también en función de ese desideratum- infieren una lectura revisionista de la historia. El desideratum político determina los lugares comunes: esa inclinación por convertir el debate público en una conversación de ascensor cuya máxima consiste en no incomodar al interlocutor con alguna impertinencia recurriendo, para ello, a un supuesto consenso vacío de todo contenido. Esto no puede seguir así, algo habrá que hacer, es necesario dialogar más, son las fórmulas tópicas que no nos llevan a ninguna parte.

Uno de los reflejos más sutiles pero, a la vez, más preocupantes del tópico que Julio Caro Baroja denostaba, del "lugar común", es la necesidad que muchos opinadores parecen sentir siempre de criticar "lo uno y lo otro", de marcar distancias "ante aquello y lo de más allá", la disposición a huir de cualquier postura que sugiera un encasillamiento inconveniente en una controversia determinada. Esa tensión, diría que ese complejo, nunca contribuye a clarificar el pensamiento de quien así actúa, sino que lo atenaza y oscurece. Ciertamente el intelectual no puede desentenderse de las consecuencias que pudieran suscitar sus opiniones públicas. Es bueno que matice y no se deje arrastrar -por lo menos no siempre- por la extrema polarización de los debates. Pero ¿qué sentido de la oportunidad se le ha de exigir más que el de cuidar el lenguaje, el de contenerse en el juicio de las personas, el de evitar el exabrupto?.

En cualquier caso, desconfío de los émulos de Zola que, formulando el "Yo acuso", son capaces de enunciar un catálogo de evidencias sin añadir una idea a las que ya circulan. No es ese el papel que debería asumir el intelectual; un papel que tan a menudo se desliza hacia la demagogia. El pensamiento libre tiene que ver más con la introducción de matices que con la repetición de lo obvio; con el esfuerzo personal por advertir en cada situación algún rasgo de novedad siempre que éste sea apreciable.

No quisiera guardarme un leve reproche. Porque también es cierto que Julio Caro Baroja era partícipe -especialmente en sus declaraciones a los medios de comunicación- de cierta hipocresía social cuando mostraba abiertamente una actitud que me atrevería a tildar de desdeñosa hacia los políticos. Una aportación intelectual a la cosa pública requiere cierta consideración hacia quienes han sido elegidos o designados para su gestión. No se trata, ni mucho menos, de alentar un reconocimiento ingenuo o una actitud condescendiente hacia el poder. Por el contrario, se trata de recordar que hablar mal de los políticos o imputarles la responsabilidad de cuanto sucede forma parte del tópico, del lugar común, del sometimiento al vulgo. Representa en demasiadas ocasiones un mecanismo de transferencia de algunas de nuestras miserias sociales hacia una esfera supuestamente privativa.

En una conferencia pronunciada en 1984 Julio Caro Baroja dijo:

"Entre la gente común corre la idea de que el político es el hombre de las realidades, mientras que el intelectual es un idealista que fracasa, inexorablemente, cada vez que se mete en política. La verdad es que los que más fracasan en política son los políticos, y además se puede añadir que fracasan por dos extrañas razones que son intelectuales: la primera es que poseen o dicen poseer una ideología cerrada que nunca o casi nunca están dispuestos a rectificar. La segunda es que no tienen datos exactos acerca del mundo exterior, y cuando alguno los tiene pueden estar en contradicción con su ideología "oficial".

Con motivo del vigésimo aniversario de la llegada de los socialistas al gobierno, Felipe González declaró hace unos días que el político debe ser consciente del "estado de ánimo que atraviesa la sociedad". Es decir, a su entender "los datos exactos acerca del mundo exterior" (que diría Julio Caro Baroja) no se refieren tanto a eso que denominamos "los problemas objetivos" como a la percepción que de los mismos tienen los ciudadanos. ¿Qué importan los índices económicos, el precio de la vivienda, las estadísticas del fracaso escolar o los flujos financieros norte-sur si no es en función de la percepción que de esos datos tiene la ciudadanía? La afirmación resulta ambivalente. Por un lado puede demandar una mayor sensibilidad por parte del responsable público a la hora de captar los anhelos y aspiraciones de la sociedad. Pero, al mismo tiempo, puede presuponer una disposición a admitir los problemas únicamente cuando resultan socialmente perceptibles, cuando la ola de fondo de la contestación social amenaza con aflorar a la superficie. Pero ¿puede someterse el intelectual, el pensador, a esa lógica? No, sin dejar de serlo. Su tarea, desde el punto de vista del compromiso público, consiste en aproximarse a los problemas teniendo en cuenta esa doble faceta de la realidad: los datos críticos y su percepción social.



POLÍTICA IDEOLÓGICA Y MODERNIDAD





Julio Caro Baroja era plenamente consciente de que en nuestro país, especialmente tras la dictadura, se estaban confundiendo legítimas aspiraciones con derechos irrenunciables. Es más, de su obra cabe deducir su preocupación porque algunas posturas políticas eran presentadas como de obligado seguimiento. Como si determinadas ideas o proyectos contaran a su favor con un mandato moral que llevara la discusión más allá de lo conveniente o inconveniente, incluso más allá de lo justo e injusto, hacia el terreno de lo bueno y lo malo.

La obra de Nicolás Maquiavelo ha quedado reducida en su divulgación al principio de que "el fin justifica los medios"; principio que inspira la repugnancia general al tiempo que generalmente es seguido por los seres humanos como uno de sus comportamientos sociales más elementales. Sin embargo resulta conveniente leer a Maquiavelo como el autor que, a principios del siglo XVI, inauguró la modernidad en política. Es decir, estableció la separación entre ideología y ejercicio del poder hasta revestir a éste de una ética determinada en la que el reconocimiento de la existencia del mal en la conducta humana no debía representar necesariamente la obligatoria huida del Príncipe de las proximidades de ese mal. De tal suerte que la bondad de unas decisiones y otras se encontraría en su efectividad, en su eficacia y en la eficiencia del político para ponerlas en práctica. El debate sobre la relación entre ética y política es una de las cuestiones que más directamente interpelan al intelectual. Es frecuente que el intelectual emita juicios de orden ético o moral sobre la gestión de los asuntos públicos o sobre las dificultades u oportunidades ante las que se encuentra una determinada sociedad. Casi con la misma frecuencia el intelectual se equivoca al confundir ética con política a partir de una denuncia previa hacia la falta de ética de la política. Muchas veces ello ocurre como consecuencia de la utilización de un lenguaje impreciso o, peor, como reflejo de esa extraña fatiga que algunos intelectuales muestran a la hora de aproximarse a la realidad. Como si el equilibrio presupuestario o la globalización fueran fantasmas de los que uno pudiera librarse de un manotazo moralista.

Sin duda, la mirada que Julio Caro Baroja extendió sobre la cosa pública fue eminentemente laica. Los valores que inspiran esa mirada son el progreso, la libertad y la paz entendida sobre todo como tranquilidad, como ausencia de turbaciones irracionales. En las sentencias que emite al juzgar la administración del interés público no se perciben otras normas de referencia que esas. No se percibe ningún ánimo moralizante que defienda o rechace tal o cual conducta o propuesta porque sean intrínsecamente buenas o malas. Mucho menos se alinea con quienes pudieran defender sus posiciones como si se tratara de la obediencia debida a un mandato históricamente establecido. Cabe concluir que el juicio de Julio Caro Baroja trata de distinguir entre política e ideología rechazando (tomo sus palabras) "ese idealismo clerical antiguo, de la perfección, de la hermosura, de la pureza". No es por tanto la perfección, la hermosura o la pureza lo que ha de perseguir la acción humana en el terreno de lo público.

Su franqueza le llevó a romper el tabú confesando su voto en uno de los rincones del mundo democrático en el que éste resulta más secreto. En una entrevista concedida en abril de 1989 declaraba:

"Yo he hecho voto experimental. La primera vez que voté en Vera, voté al PNV. Pensé que esa gente que había estado fastidiada y habían tenido una experiencia, volvería del destierro con otra idea. Creía que la influencia de Irujo y otros que habían pasado la guerra podría traer algo de rectificación y perfeccionamiento, y voté. Luego ya vi que el PNV era igual a sí mismo, y que no. El resto de las elecciones he votado a los socialistas".



DESCRIPCIÓN ANALÍTICA





Detrás de una expresión franca y directa de sus hallazgos o de sus ideas, siempre me ha dado la sensación de que en los escritos de Julio Caro Baroja podría percibirse un proceder enormemente cauto. Cada cuestión que se plantea le anima a brindar al lector un largo recorrido de antecedentes, de detalles y apreciaciones, como si tratara de invitar a quien le formula la pregunta a recorrer con él todo el camino que a él le llevaba a una conclusión ofrecida finalmente de forma concisa. Como si tratara de subrayar que lo más interesante se encuentra en el camino, y no en la conclusión; en su manera de reflexionar, de pensar lo que le rodeaba, más que en el fruto final de su pensamiento. Incluso si Julio Caro Baroja hubiera dejado cada uno de sus escritos como textos inconclusos, estoy seguro de que muchos de sus lectores le seguiríamos estando agradecidos.

Existe, es verdad, una demanda impaciente de propuestas, de soluciones, de alternativas urgentes en el ámbito de lo público. En un tiempo en el que el éxito y el fracaso de las iniciativas es evaluado en tan breve plazo, no es fácil contentar esa impaciencia. Nos hemos habituado a leer textos en diagonal, a ojearlos, con las prisas propias de quien sólo desea conocer la propuesta final. Sin embargo, las mejores aportaciones son aquellas que van desgranándose lentamente, conformando un pensamiento imposible de reducir a una conclusión final, y mucho menos a mera consigna.

En este sentido, uno de los textos más actuales de Julio Caro Baroja es el que en "El laberinto vasco" dedica a la violencia y sus causas:

"Lo que podría llamar la aitiología (la busca de las causas) nos domina y casi no podemos pensar en un hecho sin pretender hallar su causa y razonar en función de ella".

Esta cita de hace veinte años revela por qué hoy resulta estéril buena parte de la discusión política en Euskadi. Uno de nuestros peores males es que la identificación de las causas de cuanto nos sucede se adelanta a cualquier intento pausado de describir eso que nos sucede. El porqué establecido de antemano interfiere en la aproximación a cuanto acontece. No sólo incurrimos en el error de explicar inmediatamente lo que ocurre como efecto de una causa inmanente, sino que incluso somos capaces de vaticinar el futuro por la inmanencia de la citada causa. La gran lección de Julio Caro Baroja fue, en este sentido, situar la descripción de los acontecimientos por delante de cualquier conclusión definitiva. Incluso renunciando expresamente a alcanzar una conclusión operativa.

Un cierto prurito intelectual ha convertido la descripción -la descripción analítica- en un género menor. Con excepción de una personalidad peculiar -Jordi Pujol- no conozco a ningún político que cultive la descripción de cuanto sucede a su alrededor como elemento fundamental de su mensaje. Más bien, si en algo coinciden la política y la tarea que muchos intelectuales desarrollan en público es en la pretensión de haber descubierto la verdad para evitar, así, esforzarse en el reconocimiento de la realidad.

En el marasmo que padecemos, la descripción de cuanto sucede no sólo no constituye un género menor, sino que representa un recurso enormemente saludable que permite acercarse a la verdad. Es la descripción lo que facilita distinguir los lugares comunes y las aportaciones menos honestas de aquellas que tratan, simplemente, de presentar un prisma no excesivamente condicionado por prejuicios, conveniencias o necesidades subordinadas al desideratum político. La descripción brinda, además, la posibilidad de una discusión más franca, de una mayor aproximación en el lenguaje utilizado por los discrepantes. Pero también ofrece datos más incontrovertibles y la posibilidad de conducir el debate público hacia el terreno de los hechos. La descripción constituye un antídoto perfecto contra el dogma. Frente a la pretensión de explicar la realidad como si toda ella respondiera a una determinada ley histórica o sociológica, la descripción -la descripción analítica- constituye una aportación menos pretenciosa pero, en el fondo, infinitamente más sólida.



EL ESCÉPTICO





La imagen taciturna y hasta huraña de Julio Caro Baroja quedará en la memoria de sus coetáneos como la encarnación más coherente de los escritos que nos legó. Podía ser un rasgo de carácter, sin más. Pero, atendiendo a su obra, podemos concluir que constituía también una actitud que cabe denominar como moral. Es cierto que el escepticismo o el pesimismo pueden convertirse en mera pose. Pero si nos pusiéramos a clasificar por el tono ilusionado o escéptico de los textos las aportaciones reflexivas al debate público, sería difícil hallar más de un diez por cien de apreciaciones ilusionadas o abiertamente optimistas. ¿Era Julio Caro Baroja un optimista informado? Probablemente sí. Tanto en sus escritos como, sobre todo, en sus comparecencias públicas no realiza el menor esfuerzo para ocultar su visión escéptica sobre el futuro que sus paisanos podrían ser capaces de construir. ¡A quién si no se le hubiera ocurrido encabezar una ponencia con el título "Factores negativos en el desenvolvimiento de Vizcaya en su futuro próximo (1984-2000)"!.

El intelectual no está obligado a renunciar a la utopía. Pero tampoco puede sentirse conminado a aferrarse a ella, como si su papel público consistiera en la defensa de la utopía frente al pragmatismo y, en última instancia, frente a la realidad. La primera obligación del intelectual es reconocer la realidad, aproximarse a ella, explicarla, describirla. En ningún caso puede someter la realidad al prejuicio ideológico o a la confusión. De ahí que en ocasiones resulte patética esa apariencia utópica que adopta el discurso del intelectual, en la creencia de que a él corresponde mantener encendida la llama de "lo mejor" mientras trata de suscitar cierta prevención ante lo que no podría aspirar más que a ser considerado como "meramente bueno".

El equivocado supuesto de que el pensamiento ha de estar inspirado en un inconformismo permanente puede llegar a convertirse tanto en una obsesión irracional como en una invitación a la huida constante. De la misma forma que el pensador puede perfectamente -conscientemente- prescindir de la utopía, puede optar también por un conformismo razonable siempre y cuando éste no se convierta en un desistimiento absoluto respecto a lo que le es propio: la búsqueda de la verdad, la aproximación a la realidad. En ocasiones algunos trazos de esa verdad se presentan de improviso con una elocuencia tal que el intelectual no puede más que admitirlas como son, incluso cuando no le gustan. Porque tampoco su pensamiento puede quedar prisionero de sus preferencias, a riesgo de convertirse en un dogmatismo particular.

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