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Domingo, 24 de noviembre de 2024
Julio Caro Baroja
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AUTOBIOGRAFÍA DE JULIO CARO BAROJA

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Una vida en tres actos.
Acto I 


El hecho de que una revista que se llama "Triunfo", por más señas, pida mi autobiografía podría llenarme de satisfacción y colmar mi vanidad. ¿Pero qué ha de contar de su vida un hombre con 66 años, nunca fuerte y que más que actor ha sido siempre espectador? Además, acaso ya he abusado del género autobiográfico, aunque no como espejo de mi mismo, sino de IQS que me rodeaban; pero mis memorias familiares se paran en 1956 y desde entonces pienso que he vivido de propina: una propina modesta, porque el tránsito de los 42 a los 66 años ha sido bueno desde el punto de vista familiar, mediano desde el punto de vista público y malo desde el físico u orgánico. ¿Qué es uno ahora? Una especie de sombra.-Pero usted no se puede quejar -dirá alguien-. Hay pocos eruditos de los que se ocupe tanto la prensa, la radio y la televisión. Escribe libros que siendo de materias específicamente pesadas se compran y tiene cierta independencia económica. Es verdad. Esta es, sin embargo, la apariencia. Lo interior y más importante para mí, hoy, resulta ser otra cosa.

Veo con claridad que he tenido una vida en tres largos actos. Fue el primero,el más lejano, pero también el más importante para mí. Duró de 1914 a 1936, con recuerdos más intensos y netos cada día, a partir de 1917... En 1936 la vida se me truncó como a tantos otros. Lo que viví después,de 1936 a 1956,fue todo menos placentero:trágico y peligroso durante la guerra, duro y antipático de 1939 a 1945. Después vino la muerte de los más queridos. La muerte de los míos. La "vida fuerte", primero plácida, trágica y dura luego, acabó cuando tenía 42 años. Llegó el tercer acto: he vivido más holgada, más suavemente, desde el punto de vista económico y social. He tenido algunos pequeños éxitos profesionales y he visto a los míos prosperar. Pero el "quid" falta. Siempre he sido como un espejo: antes un espejo nuevo, ahora un espejo roto que hace aguas y que refleja algo poco brillante. ¿Qué puede contar un espejo viejo de lo que ve un camaranchón? Poca cosa, sin duda. Sin embargo, ahí va la narración resumida de mi existir. Los que vinimos al mundo en 1914 podemos decir que hemos nacido en el último año del siglo XIX, o si se quiere en el último año de una época que podría considerarse que empezó en la segunda mitad de aquella centuria. En España acaso con la revolución del 68. Aún después del año fatídico, del 14, quedó muy vivo el reflejo de aquel período. Yo he pensado y lo he dicho varias veces, que entre el Madrid de 1925 y el Madrid de 1875 había más afinidad que entre el de 1925 y 1975. El tránsito fue brusco luego, al caer la Monarquía poco más o menos. En 1925, o poco antes, un niño de Madrid, de mi barrio, levantado en época progresista, podía oir cantar a los ciegos con sus guitarras en la calle, podía comprar en la Plaza de España romances de bandidos, libros de caballerías, poemas en honor del general Prim y la relación de los estragos de las fieras "Corrupia", "Crupecia", "Maltrana", etc. Veía desfilar a las tropas con ros y pantalón colorado, camino de palacio. Podía asistir a la parada y admirar a los alabarderos moviéndose al son del pífano con sus tricornios, capas blancas y picas. Durante las vacaciones de Navidad podía ir al teatro, a deleitarse con "Los sobrinos del capitán Grant" o "La vuelta al mundo en 80 días. .y ver la Plaza Mayor tal y como la dibujaron Ortego o Pradilla. Gruesas madrileñas con mantón alfombrado, pequeños madrileños con el bigote rizado a tenacilla, como Tadeo el de la,canción; modistas morenitas con trajes oscuros; organillos, losgolfos en la Tinaja, y las tiendas de comestibles que aún se llamaban de ."ultramarinos" o de "productos coloniales". En el barrio vivían la infanta Isabel, duquesas tronadas, flamantes "marquesas" "fin de siècle' y los novios hablaban por señas: él desde la acera y ella desde el segundo o tercer piso de la casa de enfrente. Había, porteros con librea y grandes patillas, mayordomos imponentes. Los carros de bueyes cargados de jara llegaban a las panaderías y en los altos de la :Princesa había una posada con carros y mulas en torno, residencia eventual de arrieros y ,carreteros de la Sierra o de La Mancha. Era aquél un Madrid en que se oían los grillos y los gritos agudos de las colegialas en el recreo: a los vencejos al comenzar el verano y a los traperos botelleros, lañadores y afiladores ambulantes. ¡Intente usted oir ahora un grillo "animal" en la Villa y Corte! A grillos humanos sí. Este era el escenario de mi niñez raquítica, que empezó, sin embargo, como una comedia de magia. Porque me dio de España y de los españoles una imagen fantasmagórica. ¿Por qué? Porque en mi casa de la calle de Mendizábal, 34, luego 36, vivían dos magos, mis dos tíos. Y de los cinco a los quince años he visto desfilar por ella, o por la imprenta de mi padre, a Azorín ya D'Ors, a Azaña, a Valle Inclán, a Juan Echevarría, a los Zubiaurre, al doctor Pittaluga, a don Ciro Bayo, querido camarada de mi niñez; a sin fin de escritores, novelistas, poetas, pintores y artistas en general. También a profesores más o menos famosos y venerables y a bohemios que ofrecían a mi padre sus servicios como traductores a bajo precio, o fabricantes de novelas verdes. Cada persona o personalidad de éstas era objeto de un juicio distinto según el que la hiciera fuera mi tío Pío, mi tío Ricardo, o mi madre. Pío estimaba más a Azorín, a Echevarría, a Pittaluga, a don Ciro. Ricardo a Valle Inclán y a Azaña. Mi madre era benévola y simpatizaba con todos. Primera razón para sentir la fuerza de la libertad. Yo era un "eleutero país" sin saberlo. Esto lo pagué después. ¡Pero mientras tanto! Mientras tanto, una borrachera casera continua. Durante años, los domingos iba bulevares arriba a almorzar a casa de Ortega. Mi tío Pío se encerraba con él en un despacho abarrotado de libros en "orden filosófico" (no doméstico) y yo jugaba, sobre todo con José, bajo la protección de un hermoso cocodrilo disecado que en una vieja iglesia hubiera podido representar a la tarasca, al dragón infernal. De vuelta, mi tío comentaba lo que habían hablado y yo me familiaricé así, pronto, con los nombres de Frobenius, Schulten, Tartessos, "El Decamerón negro".

Con mi tío Ricardo iba en cambio a las exposiciones, veía los cuadros y oía los comentarios que éste hacía con Chicharro, con Mir, con Solana o con algunos pintores y grabadores más viejos, como don Tomás Campuzano. A veces se sumaba al grupo viejo algún jovencito modernista. Yo he visto hacer todos los papeles posibles del "Tenorio" a Valle-Inclán, a Azaña vestido de cardenal en un baile de máscaras, a mi tío Pío convertido en farmacéutico de teatro y a mi tío Ricardo en papel de ángel flamígero. He oído comentar las representaciones de "El mirlo blanco" a Pérez de Ayala, " Andrenio" y Canedo y he visto y oído a Rivas Cherif hacer el bululu imitando la voz de Magda Donato.

Si no he sido pintor ,novelista, poeta o farandulero ha sido porque era de ánimo asténico, reflexivo y rigorista y porque en casa también observaba otras cosas y tenía otros ejemplos o modelos. Mi abuela materna, la que estaba siempre más cerca de mí, era una mujer creyente, ascética, con tendencia al pesimismo. que no participaba para nada de las grandes expansiones, pero que, en realidad, era el "Norte de navegación" de la casa. Mi padre un temperamento solitario con explosiones de humor y largas horas de depresión. Trabajaba mucho con poco fruto y poca suerte. Primer correctivo. El segundo creo que me vino por la educación: por la escuela y el instituto. El tercero por el contacto con los obreros de la imprenta de mi padre. Allá por el año de 1921, después de estar unos meses en una escuela de barrio, regentada por no sé que orden, a la que llamaban "del babero" y de la que no conservo mal recuerdo y después también de haber tenido una "fraülein" preciosa por poco tiempo, entré en el Instituto-Escuela de Madrid, de donde no salí hasta diez años después. Las profesoras de los párvulos eran admirables. Los párvulos no tanto: o al menos no me lo parecían a mí. Había mucho madrileñito esmirriado. alguno ya achulapado y no todo era buena intención en la santa infancia. Más tarde los caracteres de mis condiscípulos y condiscípulas se me dibujaron más y mejor en la conciencia. Hoy veo a las chicas, en conjunto, mejores que los chicos; acaso esto es consecuencia de un primer enamoramiento infantil, que todavía me escuece alguna vez. Llegó luego la hora de las amistades fuertes, fraternas, hermosísimas...y también de las hostilidades y piques entre condiscípulos: la de distinguir a tontos y listos, insignificantes y un poco molestos de los valiosos. El mundo mágico de la casa se rompía con el trato escolar. Era este otro mundo. En relación con los profesores he de decir que con la excepción de alguno de matemáticas que para mí fue obsesionante, de todos los demás conservo un recuerdo estupendo: cada cual por su estilo.

Bondad extraordinaria de algunas mujeres como las señoritas de Quiroga. o el "señor" Carrascosa, camaradería en Terán, viveza no exenta de genio en Sos, interés familiar en Atauri u Oliver y competencia grande en conjunto. Sentido del deber estrecho en el "señor" Navarro y otros. Y luego los grandes maestros, Crespí. ,León, Gili. Para mí. sobre todo, don Francisco Barnés. Creo, ensuma, que el profesorado estaba por encima del alumnado, aunque entre mis condiscípulos había chicos con mucha chispa: Joaquín Sánchez-Covisa, Juanito Negrín, Alvaro D'Ors. También el mejor amigo mío: Juanito Barnés, que era la bondad hecha carne.

En el Instituto vivíamos en régimen de libertad: pero las ideologías "fuertes" e intransingentes ya apuntaban o más que apuntaban en algunos. De todos modos observando lo que allí pasaba en plena dictadura puede decirse que era un raro oasis. Coeducación, derecho a estudiar o no estudiar Religión (yo la estudié) posibilidades mayores que en otros centros de aprender francés, inglés o alemán, cultivo de los trabajos manuales y de las Artes. Un oasis, con todas las ventajas y todos los inconvenientes de las cosas pequeñas y gratas rodeadas de desiertos. De todas formas al Instituto llegaba algo de la acritud popular y del entonamiento de ciertas familias de la clase media. Yo lo observé.

También observé, como hijo de editor e impresor, que el Madrid de los obreros era otra cosa muy distinta a los otros tres Madriles, en que vivía más: el callejero, el de la casa y el de la escuela. Cuando yo entraba en las cajas o en la encuadernación de la imprenta de mi padre, a los cinco o seis años, no era más que un niño y como tal me trataban; pero ya a los catorce o quince notaba que el trato era algo distinto: era el "hijo del patrón", o de don Rafael y aunque don Rafael como persona no era mal considerado, no dejaba de ser el "patrón"; un representante del capitalismo. Los cajistas eran socialistas más doctrinarios que los encuadernadores. Pero no se bien qué idea tenían del capitalismo. Mi padre siempre andaba alcanzado con los bancos, para sostener una imprenta con pocos obreros: para estos, sin embargo, era tan capitalista como el conde de Romanones. Cierta tensión podía producirla el que mis tíos fueron también patrones en su tiempo. Pío no simpatizaba mucho con el partido socialista... o al revés. Aún en plena guerra un poeta famoso, que vive, creo que escribió ciertos versos contra él, echándole en cara su condición de patrón y de panadero por más señas.

En cualquier caso de la imprenta llegaba más olor acre, que no era sólo el del engrudo o las tintas enranciadas.

Todo esto contribuyó a que yo no haya sido nunca un doctrinario o un ideólogo. Es evidente. Pero la "cuádruple raíz" de mi antidoctrinarismo tiene otro raigón tremendo, como el de algunas muelas que cuesta mucho arrancar. Yo he estado a punto de nacer en Vera de Bidasoa y desde que tengo memoria la casa de Vera para mí ha sido la casa familiar por excelencia. He vivido allí casi la mitad de mi vida y allí moriré probablemente. Esto ha hecho que mi contacto con el mundo vasco-navarro haya sido fuerte y constante y que en última instancia, hablen de mí con frecuencia, como de un intelectual vasco...

De mis cuatro primeros apellidos uno es andaluz, el primero. Otro alavés. Luego vienen dos italianos, de Génova y de Como respectivamente. Detrás, sí, van apelotonados otros navarros, guipuzcoanos,vizcaínos... incluso por el lado paterno. Pero ahora de viejo, cuando las cosas que ocurren en España y concretamente en tierra vasca, me exasperan e irritan, me agarro a mi italianismo de origen, como a un clavo ardiendo, aunque hoy Italia no pase por sus mejores momentos.

Yo no soy un hombre de "raza pura" y hoy doy gracias a Dios por ello. He vivido en tierra vasca y la amo más que a otras, evidentemente. Pero en tierra

vasco-navarra, cuando era niño, como hoy, podía darme cuenta de que por un concepto u otro no era un producto genuino de ella. Allá por los años en que mi tío Pío compró "Itzea", mi casa actual, Vera era un feudo de carlistas e integristas. Mi tío llegó con una hermosa reputación. Fue llamado así "el hombre malo de Itzea".Las monjitas de la enseñanza dijeron a los niños que en el tejado de la casa había puesto una veleta que representaba al diablo haciendo burletas con las manos a la Santa Cruz. La veleta, en readidad, era reproducción de la de San Marcos de Venecia, con el león rampante. Los frailes de la enseñanza decían que nuestra casa estaba llena de sabandijas, alimañas, sapos, culebras y demonios. Una delicia.

Esta mitología hizo su primer efecto: pero, poco a poco, el pueblo se acostumbró al' 'hombre malo' , y a su familia y al fin terminamos siendo una rareza ornamental. ¿Pero qué tenía aquello que ver con el barrio de Argüelles, con la imprenta de mi padre, con las amistades de mis tíos y con el profesorado y el alumnado del Instituto-Escuela?

Los marcianos, si los hubiera (que parece que no los hay) no serían más diferentes de un obrero socialista de la calle del Limón de los que trabajaban en casa de una solterona beata de las que pontificaban en las tiendas de Vera. En lo único en lo que podían coincidir era en la certeza de su propia perfección.

Más interesante que observar a monjitas, beatejas y sacerdotes lectores del "Pensamiento Navarro" o "El siglo futuro", era hablar con la gente del campo y de los talleres rústicos, que tenían curiosas imágenes del mundo y con las que mi tío Pío echaba largas parrafadas. De 1912 a 1935 sacó mucho provecho literario de aquellas conversaciones y de ellas yo también empecé a sacar algún fruto hacia 1930.

Cuando pienso ahora en lo que a los vascos les gusta pensar de sí mismos, me doy cuenta -sin embargo- de que el esfuerzo que hizo mi tío para aproximarse a una realidad más honda y fuerte, ha sido esfuerzo vano. Los "vascos profesionales" y "confesionales", siguen creyendo que "Amaya", o cosas por el estilo encierran el secreto de su ser. Al vasco de cartón-piedra le interesan las novelas de cartón-piedra y los espectáculos del mismo material. Pero acaso le pasa lo mismo al castellano, al catalán o al andaluz, al español de izquierdas y al de derechas, pétreo y acartonado. 

A los dieciséis o diecisiete años, era yo un adolescente esmirriado y enfermizo, con cierto aspecto de seminarista y sin ningún atractivo físico. Había hecho los estudios de bachiller de modo irregular: con una impermeabilidad absoluta para las ciencias físico-matemáticas, algo de mayor curiosidad por las naturales, mucha mayor por las humanidades en general. Mi capacidad lingüística era sólo mediocre, pero mayor que la de muchos de mis condiscípulos que en esto de los idiomas resultaban absolutamente atarugados. La única superioridad que tenía era la propia de algunos seres débiles de cuerpo: una capacidad de leer extraordinaria, patológica, casi. Aparte de lo que tenía y compraba mi tío Pío, yo hice mi biblioteca propia y usé también la de una tía de mi padre, que vino a vivir a casa hacia 1921 y que era una solterona curiosa: porque alternaba la lectura de libros vetustos tales como "Las ruinas de Palmira" y "Las tardes de la granja", con la de folletines de Fernández y González y viajes a los dos polos: de Nansen, de Amundsen, de Nordenkjöld, del duque de los Abruzzos.

Todo me lo tragaba: unido a grandes audiciones musicales con una radio de galena y auriculares que había construido mi tío Ricardo también allá por los años de 1926. Otro mundo mágico. ¡La música!

Ahora, cuanto más viejo soy, más pienso en el poder de la música. No como virtuoso, ni como técnico, ni como crítico, que no lo soy y lo último no querría serio nunca. Pienso en el misterio de lo que sugieren las voces y las armonías, en las asociaciones que mediante la música establecemos en nuestra cabeza y en el significado vario que le damos a una obra genial O a una cancioncilla, según la edad, según la coyuntura. Por eso me resultan muy insuficientes los libros de crítica musical y desconfío de los que por tener un gusto o una inclinación, dicen que "entienden" de música.

El artista puede ser exclusivo en su gusto, para crear. ¡Pero el que oye!

Y ahora -para entrar en mi segundo acto- haré una comparación musical. La obra más popularizada de Weber aquí, es la que comúnmente se llama "La invitación al vals". En ella hay una introducción misteriosa (que es la verdadera "invitación") y un final que recoge la idea de la misma. En medio desarrollada de forma más larga y brillante la tanda de valses. A mí siempre me ha parecido que el preludio es mucho más profundo y dramático que los valses con ser estos hermosos: pienso también que en mi vida la invitación titubeante, misteriosa, profunda, fue mucho más que lo posterior. Lo inmediato -y sigo con las comparaciones musicales- fue una "danza macabra" y lo de después un "vals triste", monótono.

© Herederos de Julio Caro Baroja

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